En estas señaladas fechas, y a modo de remedo de nuestro querido Monarca, luz y símbolo que guía y patrocina esta Unidad de Destino en lo Universal que es España, cual Enterprise patriótico, deseo felicitaros porque, qué cojones, es Navidad. Con sus lucecitas, sus cascabeles y esa luz brumosa y nocturna del frío que te pelas. Con sus Reyes Magos, sus polvorones y sus patas de cordero lechal. Con sus langostinos de caja, su botellita de cava y sus peladillas. Claro que... bien pensado, a mí, personalmente, ni los cascabeles ni las lucecitas me incitan a salir a la calle con el frío que hace en este jodido sitio. Además, Reyes Magos no hay, porque son 3, mientras que el puto gordo ése, emblema de la obesidad, muestra evidente de la dejadez, probablemente alcohólico (en función de lo coloradote de sus mejillas) seguramente maloliente (pero esto es ya fobia personal) es SOLO 1, con lo cual les sale más barato a esas ratas deshumanizadas que dirigen malls y shoppings, a los dueños de las farmacias y las zapaterías de la calle Mesones (y otras del mundo); los polvorones me indigestan, probablemente porque los hacen secretamente en Ohio a base de grasa de niño, y este año los langostinos de caja son para mí tan caros como una buena langosta de Capri amaestrada con manzana reineta entre las pinzas; en fin, sin ánimo de ofender, el cava no me gusta (tampoco el champán). Lo único... Pero aquí no hay peladillas. Otro motivo más para huir de aquí.
De donde no se puede huir es de la Navidad. Como mi carnal Oscar dice, preferible sería proveerse de todo así como a mediados de Noviembre e hibernar hasta finales de Enero: así pasamos de largo la Navidad, Juan Carlos felicitándote personalmente y al pastor alemán repartiendo bendiciones, el concierto de Año Nuevo y su marcha radeski de los cojones y los saltos de esquí; aprovechando, pasamos las rebajas de Enero, que es el último acto litúrgico cristiano para conmemorar el Advenimiento del Chaval, y nos plantamos en Febrero (con prudencia, que hay carnavales)
Amigas y amigos, a pesar de todo, pasen de todo. Y disfruten cada cual como pueda y quiera. Yo, por mi parte, prefiero celebrar la Navidad viendo películas de terror (a ver qué tal La Caída de la Casa Usher)
viernes, 21 de diciembre de 2007
lunes, 10 de diciembre de 2007
Derrumbe
Curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama, que dar la mano es siempre lo mismo que dar la mano, que abrir una lata de sardinas es abrir al infinito la misma lata de sardinas.
No es lo mismo esperar el derrumbe que sentir que se avecina, escuchar como las grietas de tu mente se abren al ritmo que marca el crujir de las paredes. Esbozar una sonrisa irónica al techo que te espera y probar suerte durmiendo un poco más. Rozas la campana que separa el sonido de tus sueños y palpas la sábana que te ofrece sudor por vida. Y esperas. Tus miembros en tensión forman un bloque del que ya nada se escapa, y el silencio se hace lenguaje, sobrevuela tu cuerpo y se concentra en tu respiración rebelde. Aire sobre llama. Los dos se desvanecen.
Cae la primera gota sobre tu pecho, y parece que nerviosa al morir decide llegar al corazón. Y van cayendo más. Es la música del derrumbe. Durante meses has vagado de habitación en habitación pintando rostros alegres y pasados que te devuelven muecas burlonas cuando te das la vuelta. Las paredes se ríen de ti. Están a tu mismo nivel. Y te devuelven el pálido reflejo de tus sentimientos jugando a ser eternos. Ya no son más que borrones, marcas de un espacio que ya no controlas y que como las gotas se disolverá en lo que eres. Miras de reojo las pintadas, y todas forman un círculo negro que se abre para tragarte y en el que nunca tocas fondo.
Se estrecha el círculo cada vez más y te golpeas una y otra vez con las paredes. Abres los ojos y miras al techo. Alto e inaccesible deja caer las últimas gotas que se cuelan entre las grietas del tejado. Los últimos compases de una música nacida para morir. No esperas que se venga abajo. Lo sabes.
No es lo mismo esperar el derrumbe que sentir que se avecina, escuchar como las grietas de tu mente se abren al ritmo que marca el crujir de las paredes. Esbozar una sonrisa irónica al techo que te espera y probar suerte durmiendo un poco más. Rozas la campana que separa el sonido de tus sueños y palpas la sábana que te ofrece sudor por vida. Y esperas. Tus miembros en tensión forman un bloque del que ya nada se escapa, y el silencio se hace lenguaje, sobrevuela tu cuerpo y se concentra en tu respiración rebelde. Aire sobre llama. Los dos se desvanecen.
Cae la primera gota sobre tu pecho, y parece que nerviosa al morir decide llegar al corazón. Y van cayendo más. Es la música del derrumbe. Durante meses has vagado de habitación en habitación pintando rostros alegres y pasados que te devuelven muecas burlonas cuando te das la vuelta. Las paredes se ríen de ti. Están a tu mismo nivel. Y te devuelven el pálido reflejo de tus sentimientos jugando a ser eternos. Ya no son más que borrones, marcas de un espacio que ya no controlas y que como las gotas se disolverá en lo que eres. Miras de reojo las pintadas, y todas forman un círculo negro que se abre para tragarte y en el que nunca tocas fondo.
Se estrecha el círculo cada vez más y te golpeas una y otra vez con las paredes. Abres los ojos y miras al techo. Alto e inaccesible deja caer las últimas gotas que se cuelan entre las grietas del tejado. Los últimos compases de una música nacida para morir. No esperas que se venga abajo. Lo sabes.
domingo, 9 de diciembre de 2007
La hamburguesa de plástico
Curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama, que dar la mano es siempre lo mismo que dar la mano, que abrir una lata de sardinas es abrir al infinito la misma lata de sardinas.
La hamburguesa de plástico, comprada en una tienda de todo a un euro, sonó a las 7. Martínez salió, con esfuerzo, de la lata de sardinas, somnoliento, embadurnando con aceite las cortinas y las paredes, que le iban sirviendo de apoyo, para no resbalar, en el arduo y viscoso camino hacia su lugar de aseo. Utilizó un cuarto de kilo de detergente en polvo y, después de unas vueltas, salió de la lavadora, a punto de vomitar y con el pelo acartonado. Reptó hasta el cajón, esquivando los charcos de aceite con escamas de sardina e intentó, infructuosamente, hacerse con un par de calcetines iguales. Escogió unos grises - obscuro con rombos el izquierdo, claro y liso el derecho – con dos orificios en sendos talones. Recalentó en el microondas un zapato lleno de café del día anterior, y buscó, para su rescate, un trozo de croissant aplastado que (acababa de recordar) se hallaba, tieso, en uno de los platos apilados sobre la televisión. Antes de salir del pestilente estudio pensó “mañana busco una monja, esto es un asco” mientras lanzaba una mirada rápida, de rutina, al reloj. Las doce. Un momento (alteración temporal de la funcionalidad neuro-muscular). ¿¡Las doce? (temblor involuntario de las extremidades superiores e inferiores). Imposible (calambre en la rodilla izquierda, vértigo, dolor agudo de cabeza, náusea). No podía… observó cómo temblaba, en su mano, el paraguas. Entró de nuevo en el estudio y patinó hacia la hamburguesa de plástico: las 7.30, hora falaz que le hizo comenzar, en contra de toda la aglutinación de fuerzas de su voluntad, a comprender lo sucedido. Cerró con violencia la puerta, sin percatarse de que había dejado las llaves (colgadas de un cuerno del ciervo disecado), la cartera (sobre la mesilla cubierta de una tela anaranjada y pegajosa), el tabaco (echado a perder, nadando entre las sardinas, dentro de la lata) y el dinero (debajo de la lamparilla de mesa con forma del Rey León, adquirida en la misma tienda de todo a un euro donde había conseguido, a un precio irrisorio, la hamburguesa de plástico). Martínez recordaría todos estos descuidos con sobresalto, pero no aún, no mientras bajaba a brincos las escaleras, más bien estaba a punto de descubrir una omisión anterior: la de atarse los cordones de los zapatos, que zigzaguearon sin toparse con el menor obstáculo hasta el último escalón, donde un cambio de ritmo y velocidad se unieron azarosamente en el lapso de la pisada, haciendo tambalearse a Martínez. Cruzó volando el área posterior de la portería hasta caer a los pies del cura, quien le miraba perplejo mientras él, con desesperada espontaneidad, le preguntaba la hora. “Las doce y dos minutillos… hijo mío”. Martínez detestaba ese tono condescendiente, tan presente en el religioso de oficio y en el funcionario de profesión, y en ese momento sintió un odio casi doloroso contra el cura, la hamburguesa de plástico, la tienda de todo a un euro y, por encima de todo, un odio enmohecido contra sí mismo. Sin embargo, sólo se atrevió a balbucear: “La reunión…” con una voz decadente y una entonación tan descorazonada que debería haber suscitado los más compasivos sentimientos del párroco quien, sin embargo, respondió “vaya” sin apenas disimular su desinterés. Emprendió el primero de sus brincos apresurados hacia la puerta de salida del edificio.
“¡Oye!...¡Pér…Garc…Martínez!” el cura agitaba sus manos en un gesto de aviso, “¡que andas por las nubes otra vez!”
“Mierrrda” se responde a sí mismo Martínez, sintiendo todo el peso del momento presente, el propio tiempo verbal de cada una de sus acciones, mientras mira hacia arriba y encuentra, como un reflejo, el suelo de la portería, se ve a sí mismo allí, donde sabe que debería estar el techo, mirándole (mirándose), y cada uno parece estar observando a su otra imagen colgada de la techumbre como un murciélago paliducho y mal vestido. Abandona el peso de sus pies con un gesto de esto es lo único que me faltaba. Cede a la gravedad, cerrando mecánicamente los ojos, y flexiona las piernas al llegar, para amortiguar el impacto de la caída que, a pesar de su evidente destreza, siente con dolor sobre la cadera y el hombro izquierdos. Al incorporarse encuentra al cura frente a él, ahora sí, por fin, con su uniforme de conserje. Como de costumbre, Martínez se levanta sin ayuda mientras él se limita a observarle pero, a diferencia de otras mañanas, no está haciendo ningún esfuerzo para disimular una sonrisa (casi risa) socarrona. Martínez finge ignorarle y mira hacia arriba. Esta vez, por fin, ve el techo amarillento de gotelé, con vestigios mal maquillados de viejos goterones. Corre hacia la esquina, algo turbado pero con idéntica consternación, con ganas de abofetear al conserje por esa risa (sí, es obvio, mucho más risa que sonrisa), repasando su odio a ese tono condescendiente, tan presente en los curas, en los funcionarios, en los porteros (cotillas, malas personas), y vuelve a sentir un odio casi doloroso contra el conserje, el despertador de plástico, la tienda de todo a un euro y, por encima de todo, un odio enmohecido contra sí mismo. Es curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama, que dar la mano es siempre lo mismo que dar la mano, que abrir una lata de sardinas es abrir al infinito la misma lata de sardinas, que hay un mundo real con objetos-personas-palabras-sucesos inmutables, que ocurren o existen de manera externa al individuo, en una burbuja de no sé qué material ni de qué modo separada de ese otro mundo de los sueños-ideas-pensamientos-recuerdos; curioso que la gente finja tener algún tipo de constancia de la frontera que delimita ambos mundos. Martínez no está pensando esto, como no está pensando que, en realidad (si es que tal realidad existe como complejo objetivo definible y determinable, y bla bla bla), en tal realidad, la gente es idiota. Estos pensamientos forman la base de sus actos y de sus juicios, en una vida cotidiana que él no finge acotar dentro de quién sabe qué absurdos umbrales de cordura. Lo piensa, en fin, aunque no lo esté pensando en este instante, más bien está ocupado con sus blasfemias y juramentos – tiene que pasar un taxi ya, debería haber pasado ya, qué puñetas con el despertador ese de mierda, ésta es la mejor esquina, si no llega por allí tiene que. Ahí viene. Menos mal. Por lo menos-.
“Al Registro Civil”, ordena sin saludar. “Espero que no le moleste el perro” dice el taxista con la entonación de una pregunta. Se sienta, incómodo, mirando al babeante san bernardo, que bosteza en el maletero, “acaban de operarlo, mi mujer trabaja en las casas y ya me contará qué hago yo con el pobre animal” Martínez no responde, sólo vigila casi esperando, con violencia mal contenida, a que el animal haga algo, cualquier cosa. “Voy a meterme por ésta, que va a llover y ya sabrá cómo se pone la Gran Vía”. Martínez va pensando que el chucho apesta, mientras el conductor detiene el vehículo porque se ha parado, delante de él, un camión del gas butano a descargar, “Qué mala suerte, espero que no lleve mucha prisa”. Martínez no puede articular palabra. Se había puesto en contra a todo el departamento para estar a la cabeza de este proyecto. Se había fusilado las ideas que Roberto llevaba meses preparando, y había desempeñado una cuidadosa campaña de desprestigio contra él. Le ridiculizaba al menor atisbo de oportunidad, falsificó su firma en un manifiesto de reivindicación para la reforma del funcionariado, escribió varios grafitis, con su letra, en la fachada de ministerios y otros edificios gubernamentales, envió cartas al director del ABC y del Mundo protestando, con su nombre y número de DNI, por el mal funcionamiento del Registro Civil, la duplicación del trabajo dentro del departamento y la falta de dinamismo de su jefe y del resto de sus compañeros. Incluso había tenido que fingir pequeños hurtos con el fin de denunciarle. Para colmo, cuando el muy cretino divulgó que todo había sido cosa de Martínez, todos los compañeros le creyeron sin más. Inaudito. Menos mal que el jefe se había puesto de su parte. Incluso Mari Paz había dejado de hablarle, ella, la dulce y organizada, la Paz del departamento, la única mujer del Registro que no había firmado la reclamación colectiva contra su persona aquel invierno, hacía ya tres años (cuestión enterrada en las más clandestinas profundidades del subconsciente de Martínez). Malditos mediocres, envidiosos, siempre conspirando. Pero él no piensa en nada de eso, como mucho, imagina (torciendo casi todos los músculos faciales) los gestos de perplejidad del Ministro, el bochorno de su jefe, el cabreo de los jueces del registro, esperando, minuto sobre minuto, toda la mañana, sin poder dar comienzo a la reunión, intercambiando miradas silenciosas, el jefe que dice, transpirando, este Martínez, el director del proyecto, usted nos excusará, Señor Ministro, después de haber invertido tantos meses de tiempo y esfuerzos, haber pagado las horas extras de Morales y Mari Paz, haber enviado tantas cartas al ministerio, parece mentira, Señor Ministro, usted disculpará. Martínez contiene la presión en el estómago y empieza a dar voces “métase en ésta, (cretino), no, esa no, la siguiente”. El san bernardo cambia de postura, pretexto que Martínez considera perfecto para asestarle un paraguazo. El taxista le ve a través del retrovisor y espera a cruzar miradas, pero Martínez está más pendiente de la ruta, vociferando instrucciones y señalando los semáforos que conviene saltarse. Colorado, sudoroso y despeinado llega, por fin, a la calle del Registro Civil, y se acerca a la oreja del conductor para berrear “¡aquí!”. “Pues doce con quince” deja salir el taxista entre los labios apretados, ahora sí que se percata Martínez de que le está observando de reojo, inflando las narices como si estuviera intentando dominar un deseo de matarle. Martínez reconoce esa mirada y se asusta un poco (temblor de las extremidades inferiores, alteración acusada del ritmo intestinal, debilidad en la zona del pubis, aceleración del ritmo respiratorio y cardíaco, molestias en la deglución salival). Sin apartar la vista del taxista, y forzando un gesto de absurda dignidad, empieza a registrar nerviosamente sus bolsillos, en busca de su cartera.
La hamburguesa de plástico, comprada en una tienda de todo a un euro, sonó a las 7. Martínez salió, con esfuerzo, de la lata de sardinas, somnoliento, embadurnando con aceite las cortinas y las paredes, que le iban sirviendo de apoyo, para no resbalar, en el arduo y viscoso camino hacia su lugar de aseo. Utilizó un cuarto de kilo de detergente en polvo y, después de unas vueltas, salió de la lavadora, a punto de vomitar y con el pelo acartonado. Reptó hasta el cajón, esquivando los charcos de aceite con escamas de sardina e intentó, infructuosamente, hacerse con un par de calcetines iguales. Escogió unos grises - obscuro con rombos el izquierdo, claro y liso el derecho – con dos orificios en sendos talones. Recalentó en el microondas un zapato lleno de café del día anterior, y buscó, para su rescate, un trozo de croissant aplastado que (acababa de recordar) se hallaba, tieso, en uno de los platos apilados sobre la televisión. Antes de salir del pestilente estudio pensó “mañana busco una monja, esto es un asco” mientras lanzaba una mirada rápida, de rutina, al reloj. Las doce. Un momento (alteración temporal de la funcionalidad neuro-muscular). ¿¡Las doce? (temblor involuntario de las extremidades superiores e inferiores). Imposible (calambre en la rodilla izquierda, vértigo, dolor agudo de cabeza, náusea). No podía… observó cómo temblaba, en su mano, el paraguas. Entró de nuevo en el estudio y patinó hacia la hamburguesa de plástico: las 7.30, hora falaz que le hizo comenzar, en contra de toda la aglutinación de fuerzas de su voluntad, a comprender lo sucedido. Cerró con violencia la puerta, sin percatarse de que había dejado las llaves (colgadas de un cuerno del ciervo disecado), la cartera (sobre la mesilla cubierta de una tela anaranjada y pegajosa), el tabaco (echado a perder, nadando entre las sardinas, dentro de la lata) y el dinero (debajo de la lamparilla de mesa con forma del Rey León, adquirida en la misma tienda de todo a un euro donde había conseguido, a un precio irrisorio, la hamburguesa de plástico). Martínez recordaría todos estos descuidos con sobresalto, pero no aún, no mientras bajaba a brincos las escaleras, más bien estaba a punto de descubrir una omisión anterior: la de atarse los cordones de los zapatos, que zigzaguearon sin toparse con el menor obstáculo hasta el último escalón, donde un cambio de ritmo y velocidad se unieron azarosamente en el lapso de la pisada, haciendo tambalearse a Martínez. Cruzó volando el área posterior de la portería hasta caer a los pies del cura, quien le miraba perplejo mientras él, con desesperada espontaneidad, le preguntaba la hora. “Las doce y dos minutillos… hijo mío”. Martínez detestaba ese tono condescendiente, tan presente en el religioso de oficio y en el funcionario de profesión, y en ese momento sintió un odio casi doloroso contra el cura, la hamburguesa de plástico, la tienda de todo a un euro y, por encima de todo, un odio enmohecido contra sí mismo. Sin embargo, sólo se atrevió a balbucear: “La reunión…” con una voz decadente y una entonación tan descorazonada que debería haber suscitado los más compasivos sentimientos del párroco quien, sin embargo, respondió “vaya” sin apenas disimular su desinterés. Emprendió el primero de sus brincos apresurados hacia la puerta de salida del edificio.
“¡Oye!...¡Pér…Garc…Martínez!” el cura agitaba sus manos en un gesto de aviso, “¡que andas por las nubes otra vez!”
“Mierrrda” se responde a sí mismo Martínez, sintiendo todo el peso del momento presente, el propio tiempo verbal de cada una de sus acciones, mientras mira hacia arriba y encuentra, como un reflejo, el suelo de la portería, se ve a sí mismo allí, donde sabe que debería estar el techo, mirándole (mirándose), y cada uno parece estar observando a su otra imagen colgada de la techumbre como un murciélago paliducho y mal vestido. Abandona el peso de sus pies con un gesto de esto es lo único que me faltaba. Cede a la gravedad, cerrando mecánicamente los ojos, y flexiona las piernas al llegar, para amortiguar el impacto de la caída que, a pesar de su evidente destreza, siente con dolor sobre la cadera y el hombro izquierdos. Al incorporarse encuentra al cura frente a él, ahora sí, por fin, con su uniforme de conserje. Como de costumbre, Martínez se levanta sin ayuda mientras él se limita a observarle pero, a diferencia de otras mañanas, no está haciendo ningún esfuerzo para disimular una sonrisa (casi risa) socarrona. Martínez finge ignorarle y mira hacia arriba. Esta vez, por fin, ve el techo amarillento de gotelé, con vestigios mal maquillados de viejos goterones. Corre hacia la esquina, algo turbado pero con idéntica consternación, con ganas de abofetear al conserje por esa risa (sí, es obvio, mucho más risa que sonrisa), repasando su odio a ese tono condescendiente, tan presente en los curas, en los funcionarios, en los porteros (cotillas, malas personas), y vuelve a sentir un odio casi doloroso contra el conserje, el despertador de plástico, la tienda de todo a un euro y, por encima de todo, un odio enmohecido contra sí mismo. Es curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama, que dar la mano es siempre lo mismo que dar la mano, que abrir una lata de sardinas es abrir al infinito la misma lata de sardinas, que hay un mundo real con objetos-personas-palabras-sucesos inmutables, que ocurren o existen de manera externa al individuo, en una burbuja de no sé qué material ni de qué modo separada de ese otro mundo de los sueños-ideas-pensamientos-recuerdos; curioso que la gente finja tener algún tipo de constancia de la frontera que delimita ambos mundos. Martínez no está pensando esto, como no está pensando que, en realidad (si es que tal realidad existe como complejo objetivo definible y determinable, y bla bla bla), en tal realidad, la gente es idiota. Estos pensamientos forman la base de sus actos y de sus juicios, en una vida cotidiana que él no finge acotar dentro de quién sabe qué absurdos umbrales de cordura. Lo piensa, en fin, aunque no lo esté pensando en este instante, más bien está ocupado con sus blasfemias y juramentos – tiene que pasar un taxi ya, debería haber pasado ya, qué puñetas con el despertador ese de mierda, ésta es la mejor esquina, si no llega por allí tiene que. Ahí viene. Menos mal. Por lo menos-.
“Al Registro Civil”, ordena sin saludar. “Espero que no le moleste el perro” dice el taxista con la entonación de una pregunta. Se sienta, incómodo, mirando al babeante san bernardo, que bosteza en el maletero, “acaban de operarlo, mi mujer trabaja en las casas y ya me contará qué hago yo con el pobre animal” Martínez no responde, sólo vigila casi esperando, con violencia mal contenida, a que el animal haga algo, cualquier cosa. “Voy a meterme por ésta, que va a llover y ya sabrá cómo se pone la Gran Vía”. Martínez va pensando que el chucho apesta, mientras el conductor detiene el vehículo porque se ha parado, delante de él, un camión del gas butano a descargar, “Qué mala suerte, espero que no lleve mucha prisa”. Martínez no puede articular palabra. Se había puesto en contra a todo el departamento para estar a la cabeza de este proyecto. Se había fusilado las ideas que Roberto llevaba meses preparando, y había desempeñado una cuidadosa campaña de desprestigio contra él. Le ridiculizaba al menor atisbo de oportunidad, falsificó su firma en un manifiesto de reivindicación para la reforma del funcionariado, escribió varios grafitis, con su letra, en la fachada de ministerios y otros edificios gubernamentales, envió cartas al director del ABC y del Mundo protestando, con su nombre y número de DNI, por el mal funcionamiento del Registro Civil, la duplicación del trabajo dentro del departamento y la falta de dinamismo de su jefe y del resto de sus compañeros. Incluso había tenido que fingir pequeños hurtos con el fin de denunciarle. Para colmo, cuando el muy cretino divulgó que todo había sido cosa de Martínez, todos los compañeros le creyeron sin más. Inaudito. Menos mal que el jefe se había puesto de su parte. Incluso Mari Paz había dejado de hablarle, ella, la dulce y organizada, la Paz del departamento, la única mujer del Registro que no había firmado la reclamación colectiva contra su persona aquel invierno, hacía ya tres años (cuestión enterrada en las más clandestinas profundidades del subconsciente de Martínez). Malditos mediocres, envidiosos, siempre conspirando. Pero él no piensa en nada de eso, como mucho, imagina (torciendo casi todos los músculos faciales) los gestos de perplejidad del Ministro, el bochorno de su jefe, el cabreo de los jueces del registro, esperando, minuto sobre minuto, toda la mañana, sin poder dar comienzo a la reunión, intercambiando miradas silenciosas, el jefe que dice, transpirando, este Martínez, el director del proyecto, usted nos excusará, Señor Ministro, después de haber invertido tantos meses de tiempo y esfuerzos, haber pagado las horas extras de Morales y Mari Paz, haber enviado tantas cartas al ministerio, parece mentira, Señor Ministro, usted disculpará. Martínez contiene la presión en el estómago y empieza a dar voces “métase en ésta, (cretino), no, esa no, la siguiente”. El san bernardo cambia de postura, pretexto que Martínez considera perfecto para asestarle un paraguazo. El taxista le ve a través del retrovisor y espera a cruzar miradas, pero Martínez está más pendiente de la ruta, vociferando instrucciones y señalando los semáforos que conviene saltarse. Colorado, sudoroso y despeinado llega, por fin, a la calle del Registro Civil, y se acerca a la oreja del conductor para berrear “¡aquí!”. “Pues doce con quince” deja salir el taxista entre los labios apretados, ahora sí que se percata Martínez de que le está observando de reojo, inflando las narices como si estuviera intentando dominar un deseo de matarle. Martínez reconoce esa mirada y se asusta un poco (temblor de las extremidades inferiores, alteración acusada del ritmo intestinal, debilidad en la zona del pubis, aceleración del ritmo respiratorio y cardíaco, molestias en la deglución salival). Sin apartar la vista del taxista, y forzando un gesto de absurda dignidad, empieza a registrar nerviosamente sus bolsillos, en busca de su cartera.
viernes, 2 de noviembre de 2007
En medio del Atlántico
Curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama, que dar la mano es siempre lo mismo que dar la mano, que abrir una lata de sardinas es abrir al infinito la misma lata de sardinas.
Se había cortado el dedo con el borde dorado de la tapa. Se lo llevó a la boca mientras miraba por la ventana hacia el puerto y aspiraba el viento caliente del medio día. Partió un pan por la mitad, y sin apartar la vista de un barco grande de carga, se sentó a la mesa y empezó a comer.
Los últimos días ella había perdido, además de la fuerza para moverse, la facultad del habla. El médico declinó una última sangría para aligerar su circulación, los rosales se habían alimentado ya muchas veces de ella y habían adquirido una extraña fortaleza a las heladas de enero, al sol partido de julio. Antes de recetar paliativos para el dolor, la miró de frente y le preguntó si quería dormir. Ella le sostuvo la mirada y apretando la boca arrastró su cabeza hacia el lado izquierdo.
Cuando él llegó, con los cabellos cargados de sal y el rostro carcomido por el sol, hubo quien insinúo negarle la entrada a la habitación. Entonces ella profirió un grito de rabia, tensó las manos y botó la aguja del suero. Él la besó en las manos, en las mejillas, en la frente y miró largamente las negras pupilas en su nido de arrugas, la boca sin dientes hundida, la piel dulcemente mestiza. Lavó su rostro con un trapo, mojó sus labios con agua que había traído del mar y finalmente se quedó dormido mientras le contaba que había vuelto a tierra sólo por ella, que en el mar había pronunciado su nombre, que los viajes le llenaban los ojos de vida, que había comprendido por fin lo que ella había querido enseñarle, que siempre había una elección. Soñó con las hijas de ella rodeadas de animales acuáticos, llevándose a la boca puñados de bichos vivos, riéndo con la boca llena y hundiéndose en el vacío; soñó con la primera vez que ella lo había alimentado, con la claridad de un pan cubierto de sardinas brillantes y la sonrisa de ella extendiendo su mano mientras él escapaba de las sombras y se aferraba a su muñeca con la poca inocencia que le quedaba. Soñó que pronunciaba su nombre bajo el agua.
Al tercer día ellas reclamaron: “No es tu madre”, pero no pudieron arrebatarlo de su lado.
Escondieron su camisa bajo el brazo y el rebozo, pues aún muerta, no lograron arrancarla de sus manos.
Ahora él abría una lata de sardinas y la comía solo. El sol se escondía cuando se cargó al hombro la maleta, un barco zarpó a penas iniciada la noche. En medio del Atlántico, él volvió a pronunciar su nombre. lf.
Se había cortado el dedo con el borde dorado de la tapa. Se lo llevó a la boca mientras miraba por la ventana hacia el puerto y aspiraba el viento caliente del medio día. Partió un pan por la mitad, y sin apartar la vista de un barco grande de carga, se sentó a la mesa y empezó a comer.
Los últimos días ella había perdido, además de la fuerza para moverse, la facultad del habla. El médico declinó una última sangría para aligerar su circulación, los rosales se habían alimentado ya muchas veces de ella y habían adquirido una extraña fortaleza a las heladas de enero, al sol partido de julio. Antes de recetar paliativos para el dolor, la miró de frente y le preguntó si quería dormir. Ella le sostuvo la mirada y apretando la boca arrastró su cabeza hacia el lado izquierdo.
Cuando él llegó, con los cabellos cargados de sal y el rostro carcomido por el sol, hubo quien insinúo negarle la entrada a la habitación. Entonces ella profirió un grito de rabia, tensó las manos y botó la aguja del suero. Él la besó en las manos, en las mejillas, en la frente y miró largamente las negras pupilas en su nido de arrugas, la boca sin dientes hundida, la piel dulcemente mestiza. Lavó su rostro con un trapo, mojó sus labios con agua que había traído del mar y finalmente se quedó dormido mientras le contaba que había vuelto a tierra sólo por ella, que en el mar había pronunciado su nombre, que los viajes le llenaban los ojos de vida, que había comprendido por fin lo que ella había querido enseñarle, que siempre había una elección. Soñó con las hijas de ella rodeadas de animales acuáticos, llevándose a la boca puñados de bichos vivos, riéndo con la boca llena y hundiéndose en el vacío; soñó con la primera vez que ella lo había alimentado, con la claridad de un pan cubierto de sardinas brillantes y la sonrisa de ella extendiendo su mano mientras él escapaba de las sombras y se aferraba a su muñeca con la poca inocencia que le quedaba. Soñó que pronunciaba su nombre bajo el agua.
Al tercer día ellas reclamaron: “No es tu madre”, pero no pudieron arrebatarlo de su lado.
Escondieron su camisa bajo el brazo y el rebozo, pues aún muerta, no lograron arrancarla de sus manos.
Ahora él abría una lata de sardinas y la comía solo. El sol se escondía cuando se cargó al hombro la maleta, un barco zarpó a penas iniciada la noche. En medio del Atlántico, él volvió a pronunciar su nombre. lf.
lunes, 29 de octubre de 2007
Las Cosas Movedizas (suceso a Bobby)
Sí, aceptemos un grado de insensatez si pensamos que una cosa es siempre esa cosa, que un hecho será siempre un calco de sí mismo; sabemos que, en la litografía de esa casa erguida sola y blanca frente a Rembrandthaus, la mujer que lleva el cesto en el costado no es más que una mancha de tinta.
Solamente que la insensatez de pensar que las cosas son las cosas es la raíz, el ancla, el abrazo al mundo. Si no . . .
Bobby Dury, camarero del Pub Eastern Orchate, estaba allí cuando las palabras y los acontecimientos dejaron de ser exactamente ellos mismos. Hubo un temblor, como una fractura en el continuo espacio-tiempo. Bobby perdió una pinta de John Smith´s extrasuave que fue a parar a la moqueta azul marino. Se agachó para recoger la jarra pero, en realidad, se sorprendió soltando la escobilla del waterclose. Hubo un suavísimo y discreto ohhh entre los presentes, un ohhh colgando de boquitas de piñón pintadas de rouge y de varoniles y delgados labios con tupé. Quiso arreglar el estropicio: la culpable mancha que adornaba la moqueta como una isla sin vegetación en un mapa azul. Dios sabe que intentó fregar la mancha; torpe, insensata, pero sinceramente. Y, sin embargo, se encontró liberando del bisoñé el mondo cráneo de Sir Hugh Wrigley, cuyo monóculo también trazaba una petrificada O de sorpresa e indignación.
Bobby, infinitamente turbado, intentó proclamar su inocencia, quiso pedir perdón; pero, como las cosas no eran las cosas, ni las palabras querían decir exactamente lo mismo esa tarde lluviosa de Octubre en Buckinghamshire, su boca pronunció libre y fresca esta frase bajo sus horrorizados e indefensos ojos miopes:
-Que te den por el culo, Wrigley.
Solamente que la insensatez de pensar que las cosas son las cosas es la raíz, el ancla, el abrazo al mundo. Si no . . .
Bobby Dury, camarero del Pub Eastern Orchate, estaba allí cuando las palabras y los acontecimientos dejaron de ser exactamente ellos mismos. Hubo un temblor, como una fractura en el continuo espacio-tiempo. Bobby perdió una pinta de John Smith´s extrasuave que fue a parar a la moqueta azul marino. Se agachó para recoger la jarra pero, en realidad, se sorprendió soltando la escobilla del waterclose. Hubo un suavísimo y discreto ohhh entre los presentes, un ohhh colgando de boquitas de piñón pintadas de rouge y de varoniles y delgados labios con tupé. Quiso arreglar el estropicio: la culpable mancha que adornaba la moqueta como una isla sin vegetación en un mapa azul. Dios sabe que intentó fregar la mancha; torpe, insensata, pero sinceramente. Y, sin embargo, se encontró liberando del bisoñé el mondo cráneo de Sir Hugh Wrigley, cuyo monóculo también trazaba una petrificada O de sorpresa e indignación.
Bobby, infinitamente turbado, intentó proclamar su inocencia, quiso pedir perdón; pero, como las cosas no eran las cosas, ni las palabras querían decir exactamente lo mismo esa tarde lluviosa de Octubre en Buckinghamshire, su boca pronunció libre y fresca esta frase bajo sus horrorizados e indefensos ojos miopes:
-Que te den por el culo, Wrigley.
viernes, 26 de octubre de 2007
Toro, toro, torito
Sale al coso el tercero:
“Curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama, que dar la mano es siempre lo mismo que dar la mano, que abrir una lata de sardinas es abrir al infinito la misma lata de sardinas.”
Primer párrafo para un relato corto, una vez finalicemos todos les digo el autor. Tengo ventaja pero intentaré no utilizarla.
Nota: Necesito más tiempo para mis comentarios, pero llegarán.
jueves, 25 de octubre de 2007
Queremos...
Queremos... ¡Comentarios! ¡Críticas! ¡Toritos! ¡Sangre! Ah, perdón, sangre no que no es circo romano.
viernes, 19 de octubre de 2007
Muerte de un buitre
Apareciste al fondo del camino y todo volvió a nacer contigo. Llevabas tu alma de hombre derrotado y la arrastrabas como un fardo a través del polvo, sin importarte nada ni nadie. Estabas tan solo que parecías el único hombre del mundo, y tus huellas caían al suelo ligeras, suaves, tan sólo apuntando tu presencia. Te seguí durante más tiempo del que recuerdo, concentrado tan sólo en el espacio que ibas dejando, y que yo recogía hasta volverte a colocar allí, en un recuerdo futuro.
Me fui quedando ciego. No me importaba. Sabía que si no fijaba la vista en ti, si mis pupilas no temblaban del esfuerzo al intentar enfocarte para siempre no recordaría nada. Los buitres nunca recuerdan nada. Finalmente, el esfuerzo había merecido la pena. Ya era ciego, pero en mi interior, agrupados bajo un confuso manto de colores aparecías tú, casi parado al pie de la loma, encorvado y sin saber qué hacer con los brazos, buscando algo que ya no sabías lo que era, algo más antiguo que el desierto y tu vieja alma.
Aunque ya no podía ver te podía seguir perfectamente. Desde que me quedé ciego comprendí que hablabamos el mismo lenguaje, que tú también has nacido para vivir con los muertos y no con los vivos. Tu naturaleza igual a la mía era mi brújula a través de un desierto inmaculado. Llegó un momento en el que no te sentí. Al principio pensé que el dolor intenso que laceraba mis ojos y que me había perseguido desde que me quedé ciego se había agudizado y había afectado a mis otros sentidos. Pero no, bajo mi cuello sentí tus huesudas manos aferrando mi cuello y resbalando entre sudor, carne y odio. Odio. Durante un tiempo no pude sentir nada a pesar de que seguía oyendo como intentabas que mi cuello crujiera y emitiese el chasquido final.
Estaba paralizado, notaba como tus palpitantes manos gritaban la palabra odio a través de mi cuerpo y el desierto mudo miraba para otro lado ante tanta miseria humana.
Tuve que reaccionar. Revolviéndome empecé a picotear alrededor encontrando arena y carne, abriendo heridas para intentar cerrar las mías. Logré zafarme de ti que caíste al suelo rígido de dolor.
No nos movimos durante días. Analicé tu posición exacta desde el ángulo en que me encontraba mientras le ponía tu recuerdo a mi ceguera.
Al final, las pisadas de un hombre nos sacaron del letargo. Cuando llegó a nuestra posición habló un tiempo contigo. Dejé vagar mi mirada ciega entre los sonidos.
Nuevas pisadas se llevaron al hombre. No me quedaba mucho tiempo antes de morir a manos de un extraño. En el timbre de tu voz detecté mentira. No importa ya. No has entendido nada. Tu naturaleza funde la vida a través de la muerte y no al revés. Como la mía. Concentrado en tu imagen y en el punto rojo que debía ser tu cabeza tomé impulso. Me lancé e incrusté mi pico en tu boca.
No concibo una muerte más hermosa. No para un buitre.
Me fui quedando ciego. No me importaba. Sabía que si no fijaba la vista en ti, si mis pupilas no temblaban del esfuerzo al intentar enfocarte para siempre no recordaría nada. Los buitres nunca recuerdan nada. Finalmente, el esfuerzo había merecido la pena. Ya era ciego, pero en mi interior, agrupados bajo un confuso manto de colores aparecías tú, casi parado al pie de la loma, encorvado y sin saber qué hacer con los brazos, buscando algo que ya no sabías lo que era, algo más antiguo que el desierto y tu vieja alma.
Aunque ya no podía ver te podía seguir perfectamente. Desde que me quedé ciego comprendí que hablabamos el mismo lenguaje, que tú también has nacido para vivir con los muertos y no con los vivos. Tu naturaleza igual a la mía era mi brújula a través de un desierto inmaculado. Llegó un momento en el que no te sentí. Al principio pensé que el dolor intenso que laceraba mis ojos y que me había perseguido desde que me quedé ciego se había agudizado y había afectado a mis otros sentidos. Pero no, bajo mi cuello sentí tus huesudas manos aferrando mi cuello y resbalando entre sudor, carne y odio. Odio. Durante un tiempo no pude sentir nada a pesar de que seguía oyendo como intentabas que mi cuello crujiera y emitiese el chasquido final.
Estaba paralizado, notaba como tus palpitantes manos gritaban la palabra odio a través de mi cuerpo y el desierto mudo miraba para otro lado ante tanta miseria humana.
Tuve que reaccionar. Revolviéndome empecé a picotear alrededor encontrando arena y carne, abriendo heridas para intentar cerrar las mías. Logré zafarme de ti que caíste al suelo rígido de dolor.
No nos movimos durante días. Analicé tu posición exacta desde el ángulo en que me encontraba mientras le ponía tu recuerdo a mi ceguera.
Al final, las pisadas de un hombre nos sacaron del letargo. Cuando llegó a nuestra posición habló un tiempo contigo. Dejé vagar mi mirada ciega entre los sonidos.
Nuevas pisadas se llevaron al hombre. No me quedaba mucho tiempo antes de morir a manos de un extraño. En el timbre de tu voz detecté mentira. No importa ya. No has entendido nada. Tu naturaleza funde la vida a través de la muerte y no al revés. Como la mía. Concentrado en tu imagen y en el punto rojo que debía ser tu cabeza tomé impulso. Me lancé e incrusté mi pico en tu boca.
No concibo una muerte más hermosa. No para un buitre.
jueves, 18 de octubre de 2007
Carta hallada en la boca de un calvo muerto
Estimado Sr. Forense:
Cuando lea esta carta, probablemente habrá ya pasado por las manos del Sr. Policía, de la Sra. Periodista y del Sr. Juez. Por este orden. Quiero decir que su contenido habrá sido aireado con impunidad y parcialidad en libelos de prensa y coloquios de portera, en televisión y en radio, objeto de múltiples comentarios, interpretaciones y diatribas contra mí y, por extensión, contra mi especie.
Quizás mi modus operandi le confunda, puesto que, efectivamente, soy un buitre. Pero, ¡ojo, muy señor mío! No me confunda con esos arrogantes accipítridos, que son buitres europeos, carroñeros arrogantes y fariseos. De esos que, con hipócrita gorgojeo, parecen esbozar una sonrisa picuda antes de asestar el ictus definitivo. Ellos sí matan (ceremonia plumífera del desplume) Así proceden, sí señor.
Y le digo que puede sentirse confundido si, como espero, reconoce que los de mi familia, los cathartidae, no asesinan, señor, sino que se alimentan de los ya muertos. ¡Yo soy un catartido! De toda la vida.
Y aquí está el meollo de la cuestión. Que, como personaje literario, he sido forzado a realizar este acto reprobable (“encajó su pico en mi boca”, “. . . vino y empezó a picotearme”) y profundamente asqueroso, hasta el punto en que se me ponen las plumas de punta. Y le digo, Sr. Forense, que el responsable primero de este acto deleznable e innecesariamente cruel, diría incluso que kafkiano, es un tal Franz Kafka, sobradamente conocido por sus escritos y sus orejas. La responsabilidad de este señor es mayor aún puesto que los catartidos habitamos exclusivamente en América, y América es novela escrita por este señor. Es decir, que él nos llevó a América. En concreto, en la segunda revisión de su manuscrito (que lamentablemente arrojó a las llamas y no pudo ser salvada de ellas por su amigo el señor Brod) me situó bajo el catre que ocupaba Delamarche en la negrísima habitación de la posada a la que llega Karl Rossman, ya en el Nuevo Mundo, con estas palabras: “Bajo el catre. . . bla bla bla. . . un apestoso saco de plumas mohosas infestadas de ácaros, irregularmente dispuestas alrededor de un cuerpo que se adivinaba esmirriado, magro como el de una perdiz, y seguramente maloliente” Y, para finalizar, añade: “Además, era calvo”.
Entenderá entonces, señor mío, que mi animal-aversión hacia este sujeto no solo es natural, sino que se justifica plenamente por su carácter extremadamente violento a la hora de pergeñar situaciones y personajes. Además, los buitres americanos no asesinamos, tan lejos estamos del carácter marrullero de los europeos. ¡Débil memoria la de Kafka que olvida que él nos trajo a América!
Así que reivindico mi inocencia. Si fui yo quien “encajó su pico” en la boca de alguien, no fue porque yo quisiera, sino que brotó de la atormentada pluma de ese señor conocido como Franz Kafka.
Afectuosamente suyo
Hermann
miércoles, 17 de octubre de 2007
El calvo
Estaba condenado, tal y como advertía su amenaza, a matar a aquel miserable al que estaba picoteando los pies. Empecé con el cráneo, él me intentó espantar, pude incluso oler un instinto suyo de matarme, pero ambos sabíamos que la puta bruja ya lo había decidido: él era la víctima y yo el asesino, esclavo de la fuerza bestial de ese bicho voraz en que me había convertido. Después de desgarrarle los zapatos y las medias, continué con sus pies hasta hacerlos pedazos. Conseguí, en un fútil intento de ganar tiempo, alzar el vuelo entre los ataques, pero nunca logré apartarme de él, tan solo moverme en círculos sobre su estúpida calva, hasta que la atracción volvía a dominarme. No sé de dónde salió un tipo con el que el calvo se puso a hablar, pero hallé que no podía comprender su lenguaje a causa de mi nueva condición. No era un simple estado de hipnosis, yo era ese bicho poderoso, presentía que, de algún modo, siempre lo había sido, y mi anterior humanidad no impedía que sintiera náuseas al verles hablar. Fingí comprender esos sonidos, tenues, casi pastosos, hasta que el otro hombre se fue. Sólo entonces sentí asco de mí mismo: Quería devorar a ese engendro flacucho; emitía un hedor ácido e intenso que excitaba más aún ese deseo. Volé un poco más lejos, retrocedí para alcanzar el impulso óptimo, y, como un atleta que arroja la jabalina, encajé mi pico en su boca, profundamente. Cayó de espaldas, exhalando un grito ahogado que parecía, más que de dolor, de liberación. Hija de puta, pensé. En el calor de su sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, saciado y satisfecho, me abandoné.
martes, 16 de octubre de 2007
El Hombre que tenía a Marlene
(Releyendo la introducción del segundo torito, compruebo que la propuesta es escribir desde el punto de vista del buitre. Como soy un apresurado, me quedé con la idea de otro punto de vista, sin reparar en que la propuesta era sobre el buitre. En fin, disculpad que haya escrito desde el punto de vista del otro hombre. Estoy con lo del buitre. Ah! Debo el primer torito. No lo olvido. Abrazos inhumados)
Voy a casa.
Allí guardo un fusil semiautomático Mauser 98 de calibre 7, 92 mm entre jerséis de cuello alto y bolas de naftalina. La presencia simultánea de un buitre leonado (¡espléndido ejemplar!) y un hombre que está siendo devorado por ese fantástico pico grisáceo me perturba. He de decir que la conversación con el pobre infeliz me ha enternecido, ha despertado en mí sentimientos piadosos. El hombre me ha pedido que mate al animal.
Soy cristiano, y como tal he de compadecerme de mis congéneres y evitarles sufrimientos. Maldito buitre, animal del demonio. ¿Hay algo más innoble que roer carne y piel hasta llegar al hueso de otro ser, de otro miembro de la fauna que Dios creó? El Señor me pone ante esta prueba y yo, como un aprendiz de Abraham que ama a los de su especie, he de responder. Sí, soy el Elegido.
Aparto dos jerséis de lana y una rebeca gruesa con botones de hueso. Tomo un estuche alargado, negro, de poliuretano reforzado con cierres de acero. Es pesado. Sobre la cama, lo abro. Aparece Marlene, mi amado Mauser, regalo de mi abuelo paterno, que luchó con la Legión Cóndor en el frente ruso. Guardados en un paño tengo tres cartuchos. Éste. Con uno valdrá.
Me siento indignado. Nuestro Señor murió en medio de atroces dolores, y sé que debería haber incorporado ya este hecho como bandera y aceptación de la naturaleza humana. Debería saber que el dolor es bueno, porque es enviado por el Señor para escarnio de nuestras culpas y oportunidad de enmienda. Sin embargo, el dolor de este hombre despierta en mí la misma piedad que inundó los actos del Cristo.
Por eso vuelvo con mi fusil. Para ejercer la justicia divina.
El animal revolotea en torpes saltitos alrededor del gimoteante pecador, buscando el ángulo más adecuado para asestar, quizás, un golpe final y definitivo.
Abro el cerrojo de Marlene, que me sonríe con sus labios rojos y húmedos
(como tu temblorosa vagina)
en la cinta metálica del cargador, donde está el resorte de muelle, coloco el cartucho
(dentro de ti, mi adorada Marlene)
y empujo el peine en el interior del cargador. Clac.
(maldito animal, párate quieto, por el amor de Dios)
Justo antes de que el buitre despreciable hunda su férreo pico gris en el gaznate de ese hombre, aprieto el gatillo.
La cabeza estalla en pedazos de hueso blanquecino, salpicando el entorno de sesos, sangre, pelo y un líquido semiopaco, turbio. El buitre escapa a un rincón y allí queda, mirándome cauteloso y tímido.
Conforme me alejo, siento que el buitre se acerca al cadáver de Franz Kafka, porque oigo sus torpes saltitos y huelo el polvo de sus plumas.
Voy a casa.
Allí guardo un fusil semiautomático Mauser 98 de calibre 7, 92 mm entre jerséis de cuello alto y bolas de naftalina. La presencia simultánea de un buitre leonado (¡espléndido ejemplar!) y un hombre que está siendo devorado por ese fantástico pico grisáceo me perturba. He de decir que la conversación con el pobre infeliz me ha enternecido, ha despertado en mí sentimientos piadosos. El hombre me ha pedido que mate al animal.
Soy cristiano, y como tal he de compadecerme de mis congéneres y evitarles sufrimientos. Maldito buitre, animal del demonio. ¿Hay algo más innoble que roer carne y piel hasta llegar al hueso de otro ser, de otro miembro de la fauna que Dios creó? El Señor me pone ante esta prueba y yo, como un aprendiz de Abraham que ama a los de su especie, he de responder. Sí, soy el Elegido.
Aparto dos jerséis de lana y una rebeca gruesa con botones de hueso. Tomo un estuche alargado, negro, de poliuretano reforzado con cierres de acero. Es pesado. Sobre la cama, lo abro. Aparece Marlene, mi amado Mauser, regalo de mi abuelo paterno, que luchó con la Legión Cóndor en el frente ruso. Guardados en un paño tengo tres cartuchos. Éste. Con uno valdrá.
Me siento indignado. Nuestro Señor murió en medio de atroces dolores, y sé que debería haber incorporado ya este hecho como bandera y aceptación de la naturaleza humana. Debería saber que el dolor es bueno, porque es enviado por el Señor para escarnio de nuestras culpas y oportunidad de enmienda. Sin embargo, el dolor de este hombre despierta en mí la misma piedad que inundó los actos del Cristo.
Por eso vuelvo con mi fusil. Para ejercer la justicia divina.
El animal revolotea en torpes saltitos alrededor del gimoteante pecador, buscando el ángulo más adecuado para asestar, quizás, un golpe final y definitivo.
Abro el cerrojo de Marlene, que me sonríe con sus labios rojos y húmedos
(como tu temblorosa vagina)
en la cinta metálica del cargador, donde está el resorte de muelle, coloco el cartucho
(dentro de ti, mi adorada Marlene)
y empujo el peine en el interior del cargador. Clac.
(maldito animal, párate quieto, por el amor de Dios)
Justo antes de que el buitre despreciable hunda su férreo pico gris en el gaznate de ese hombre, aprieto el gatillo.
La cabeza estalla en pedazos de hueso blanquecino, salpicando el entorno de sesos, sangre, pelo y un líquido semiopaco, turbio. El buitre escapa a un rincón y allí queda, mirándome cauteloso y tímido.
Conforme me alejo, siento que el buitre se acerca al cadáver de Franz Kafka, porque oigo sus torpes saltitos y huelo el polvo de sus plumas.
domingo, 14 de octubre de 2007
Buitre
Quería escapar. Supuso que mi muerte lo liberaría de aquello que cuestionando sus pasos le había destrozado los pies. Quería huír, pensó que matándome lo lograría. No comprendía que matándome acabaría con el más mínimo sentido de su existencia. Así que me dejé caer sobre él, me ahogué en su sangre y lo dejé mirar sus pasos a través de mis ojos. Muertos los dos, ninguno puede errar el camino. lf.
viernes, 12 de octubre de 2007
El buitre
Cuando cayó de espaldas, mientras encajaba profundamente mi pico en su boca, supe lo que él sentía: sintió una liberación, sintió que en su sangre, que colmaba profundidades e inundaba riberas, yo, irremediablemente me había ahogado. No supo que era él quien moría sin prisa y que era yo quien lo liberaba. En realidad empezó a morir desde el primer picotazo en el dedo gordo del pie izquierdo. Él lo sabía, se declaró indefenso ante aquel hombre, pero debió decir moribundo, porque la agonía había empezado con su último intento de espantarme, de retorcerme el pescuezo. Si todo fuera un disparo, como dijo el hombre, él estaba agarrotado del dolor, como presagio de un cadáver, un disparo no habría cambiado eso. Aunque tal vez él pensó que sí era posible y se aferró a la propuesta del hombre, con la esperanza del que aguarda al libertador. Fue esa tenue luz en sus ojos, lo que me animó a tomar impulso para caer en picada, hasta empotrarme en su garganta, para recordarle que era yo el que decía de qué lado masca la iguana. A cada chorro de sangre moría, sintiendo que era yo el que se ahogaba, pero yo lo liberaba del hedor a muerte. Media hora dijo el hombre; aquí espero volando en círculos.
martes, 9 de octubre de 2007
Ecuaccion Social (Insomnio)
Si, además de ser quien soy,
soy lo que somos,
¿qué proporción de la injusticia
contiene mi juicio?
¿cuál, de entre los olvidados,
mi memoria?
¿Qué fracción
de la Deshumanidad
corresponde a mi insomnio?
soy lo que somos,
¿qué proporción de la injusticia
contiene mi juicio?
¿cuál, de entre los olvidados,
mi memoria?
¿Qué fracción
de la Deshumanidad
corresponde a mi insomnio?
Segundo torito: el buitre
Bueno este segundo torito me corresponde a mí sacarlo del callejón. Consiste en realizar un microrrelato desde el punto de vista del buitre en este relato de Kafka que cuelgo a continuación:
EL BUITRE
El buitre me picoteaba los pies. Ya me había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos amenazadores alrededor y luego continuaba su obra. Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba al buitre.
- Estoy indefenso –le dije-, vino y empezó a picotearme; lo quise espantar y hasta proyecté torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies; ahora están casi hechos pedazos.
- No se debe atormentar – dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.
- ¿Le parece? –pregunté-, ¿quiere encargarse usted del asunto?
- Encantado –dijo el señor-, no tengo más que ir a casa a buscar mi fusil, ¿puede aguantar media hora más?
- No sé – le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después agregué: - por favor, pruebe de todos modos.
- Bueno –dijo el señor-, me apuraré.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado vagar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco más lejos, retrocedió para alcanzar el impulso óptimo, y, como un atleta que arroja la jabalina, encajó su pico en mi boca, profundamente.
Al caer de espaldas sentí como una liberación; sentí que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre, irremediablemente, se ahogaba.
El reto también consiste en no exceder en demasía el tamaño del texto ni lo que ocurre. Tan "sólo" el punto de vista ha de cambiarse.
EL BUITRE
El buitre me picoteaba los pies. Ya me había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos amenazadores alrededor y luego continuaba su obra. Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba al buitre.
- Estoy indefenso –le dije-, vino y empezó a picotearme; lo quise espantar y hasta proyecté torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies; ahora están casi hechos pedazos.
- No se debe atormentar – dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.
- ¿Le parece? –pregunté-, ¿quiere encargarse usted del asunto?
- Encantado –dijo el señor-, no tengo más que ir a casa a buscar mi fusil, ¿puede aguantar media hora más?
- No sé – le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después agregué: - por favor, pruebe de todos modos.
- Bueno –dijo el señor-, me apuraré.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado vagar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco más lejos, retrocedió para alcanzar el impulso óptimo, y, como un atleta que arroja la jabalina, encajó su pico en mi boca, profundamente.
Al caer de espaldas sentí como una liberación; sentí que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre, irremediablemente, se ahogaba.
El reto también consiste en no exceder en demasía el tamaño del texto ni lo que ocurre. Tan "sólo" el punto de vista ha de cambiarse.
viernes, 5 de octubre de 2007
Outsomnio
En un aeropuerto un personaje se debate entre arruinarle la vida al escritor y caer dormido o proseguir con ese estado de insomnio que le persigue desde hace tres días, desde el momento en que fue creado para contar una vida que no recuerda haber tenido.
Lo primero que sintió fue la aparición de un abrigo que colgaba de la nada que era él (pg 2), que dio paso a un rostro rubicundo y enérgico, propio de Césares, regidores de imperios (pg 3, escritor fisonomista) Nada más mirarse en un espejo de la luminosa y excesivamente pulida terminal 1, le entró una vergüenza terrible, y nervioso miro hacia los lados para ver si alguien se había dado cuenta de que sólo era una cabeza envuelta en un abrigo. Afortunadamente, el escritor no daba importancia a los personajes secundarios y pudo pasar desapercibido, aunque ya le quedó para siempre el tic de echar una mirada por el rabillo del ojo, para observar la reacción que producía en los demás.
Después de un par de páginas, se tuvo que sentar en un banco del aeropuerto ya que se estaba mareando. No era para menos, le había tocado en desgracia un libro compuesto de monólogo interior. La cabeza le daba vueltas, no podía ponerla en blanco como hacían los demás personajes, debía estar siempre en funcionamiento, relacionado cosas, conectándolas con recuerdos... Era un verdadero horror. Descubrió tener bufanda cuando se le cayó y la tuvo que recoger (pg 5, el escritor no precisó recogerla con las manos y el pobre tuvo que inclinar la cabeza a ras de suelo, morderla y levantarla), y una pierna nació cuando el escritor decidió hacerla oscilar siguiendo el ritmo de una melodía de organillo que venía de lejos.
Aunque no estaba aún hecho, fue descubriendo que su vida había sido muy triste, así que le tocaba estar en el aeropuerto para largo.
En el asiento de al lado descubrió un reloj de cadena que no había visto antes (pg 7)
Le gustaba, era redondo y pesado, y cuando con la mano derecha -recién llegada a la escena- le fue quitando la herrumbre y descubrió que era de un dorado débil, con olor a vida pasada y a una historia que contar, la cabeza le volvió a doler, esta vez atrozmente. Al parecer (pgs 8 a 18), el reloj le recordaba a una vieja tía suya a la que nunca había visto, y a muchos domingos de té y dominó, en donde el ladrido de un perro había sacudido su somnolencia de niño rico de pelo con raya al lado y jersey de pico, para convertirla gradualmente otra vez en la pesada espera de otro ladrido.
No podía seguir aguantando más seguir en esa habitación llena de candelabros y de cajitas de música con bailarinas dentro, que váyase usted a saber que clase de recuerdos o de pensamientos entrecruzados le provocarían.
Descubrió algo. Antes había logrado pensar por sí solo. Sí, en la página 7,justo antes de las reuniones de su tía con amigas de cara avinagrada y reproches múltiples. Justo cuando dijo "Le gustaba, era redondo y pesado". Eso era real. Debía concentrarse en el reloj. Redondo y pesado. Sí, podía pensar. Redondo y pesado. Sueño. Somnio. Antes había sido nombrado como insomne(pg 6) Redondo y pesado. Pero ¿qué era el insomnio? Redondo y pesado. Dentro del sueño ¿Por qué entonces significaba carencia de sueño? Redondo y pesado ¿No sería más lógico outsomnio, fuera de sueño?
Él era outsomne y padecía de outsomnio. Cayó dormido. El libro quedó inacabado, olvidado en un cajón. Pero nuestro incompleto personaje tuvo un sueño eterno, merecido, completo. Un sueño de outsomne.
Lo primero que sintió fue la aparición de un abrigo que colgaba de la nada que era él (pg 2), que dio paso a un rostro rubicundo y enérgico, propio de Césares, regidores de imperios (pg 3, escritor fisonomista) Nada más mirarse en un espejo de la luminosa y excesivamente pulida terminal 1, le entró una vergüenza terrible, y nervioso miro hacia los lados para ver si alguien se había dado cuenta de que sólo era una cabeza envuelta en un abrigo. Afortunadamente, el escritor no daba importancia a los personajes secundarios y pudo pasar desapercibido, aunque ya le quedó para siempre el tic de echar una mirada por el rabillo del ojo, para observar la reacción que producía en los demás.
Después de un par de páginas, se tuvo que sentar en un banco del aeropuerto ya que se estaba mareando. No era para menos, le había tocado en desgracia un libro compuesto de monólogo interior. La cabeza le daba vueltas, no podía ponerla en blanco como hacían los demás personajes, debía estar siempre en funcionamiento, relacionado cosas, conectándolas con recuerdos... Era un verdadero horror. Descubrió tener bufanda cuando se le cayó y la tuvo que recoger (pg 5, el escritor no precisó recogerla con las manos y el pobre tuvo que inclinar la cabeza a ras de suelo, morderla y levantarla), y una pierna nació cuando el escritor decidió hacerla oscilar siguiendo el ritmo de una melodía de organillo que venía de lejos.
Aunque no estaba aún hecho, fue descubriendo que su vida había sido muy triste, así que le tocaba estar en el aeropuerto para largo.
En el asiento de al lado descubrió un reloj de cadena que no había visto antes (pg 7)
Le gustaba, era redondo y pesado, y cuando con la mano derecha -recién llegada a la escena- le fue quitando la herrumbre y descubrió que era de un dorado débil, con olor a vida pasada y a una historia que contar, la cabeza le volvió a doler, esta vez atrozmente. Al parecer (pgs 8 a 18), el reloj le recordaba a una vieja tía suya a la que nunca había visto, y a muchos domingos de té y dominó, en donde el ladrido de un perro había sacudido su somnolencia de niño rico de pelo con raya al lado y jersey de pico, para convertirla gradualmente otra vez en la pesada espera de otro ladrido.
No podía seguir aguantando más seguir en esa habitación llena de candelabros y de cajitas de música con bailarinas dentro, que váyase usted a saber que clase de recuerdos o de pensamientos entrecruzados le provocarían.
Descubrió algo. Antes había logrado pensar por sí solo. Sí, en la página 7,justo antes de las reuniones de su tía con amigas de cara avinagrada y reproches múltiples. Justo cuando dijo "Le gustaba, era redondo y pesado". Eso era real. Debía concentrarse en el reloj. Redondo y pesado. Sí, podía pensar. Redondo y pesado. Sueño. Somnio. Antes había sido nombrado como insomne(pg 6) Redondo y pesado. Pero ¿qué era el insomnio? Redondo y pesado. Dentro del sueño ¿Por qué entonces significaba carencia de sueño? Redondo y pesado ¿No sería más lógico outsomnio, fuera de sueño?
Él era outsomne y padecía de outsomnio. Cayó dormido. El libro quedó inacabado, olvidado en un cajón. Pero nuestro incompleto personaje tuvo un sueño eterno, merecido, completo. Un sueño de outsomne.
jueves, 4 de octubre de 2007
Insomnio, ¡presta para andar igual!
La ventana precedida –según como se vea- por una tela de mosquitera con el polvo del verano, apenas permite ver el cielo, aunque cuando hay luna, a pesar de la luz de la lámpara que está junto al ordenador, es factible ver con claridad. En ocasiones es posible abrir la ventana y, no obstante la tela de mosquitera, se puede ver alguna estrella. Sin embargo, ya estamos en otoño y esta noche es especialmente fría, además, nublada. No es que intentar observar el cielo nocturno sirva para encontrar el verso, la frase, ni siquiera la palabra, que quieres; es ver que, a pesar de todo, la luna se mueve. Aunque en noches como está, pareciera que nada se mueve, por lo menos afuera. Vivir en un pueblo de la montaña, tiene eso en noches nubladas. No todas son iguales por más que lo parezcan; de pronto ladra un perro y te das cuenta que no estás solo, alguien afuera también está trasnochando, sin importar si se mueve o no, lo que tenga que moverse. Decides utilizar la imagen de inmovilidad para un texto del que escribes cinco líneas, después eliminas dos y vuelves a la ventana que te llevó al texto. Encuentras tu tenue reflejo en la ventana, atrapado por la tela mosquitera y decides usar también esa imagen en el texto. Regresas al ordenador, relees las tres líneas que has escrito y reflexionas sobre si liar o no otro porro. Antes de terminar de deshojar la margarita, te ves liando el segundo de la noche. Mientras ejecutas los movimientos necesarios, vuelves al escrito y relees, -las mismas tres líneas- piensas. De pronto, llegan las musas, pero las manos están ocupadas, intentas retener la idea y lo logras, hasta que descubres que el mechero no está donde tendría que estar. Con la idea extraviada o ya en la cama, la idea, optas por emplear la experiencia vivida en el texto, pero no sabes cómo, así que relees, -las mismas tres líneas- vuelves a pensar. Imposible saber si el tiempo ha pasado y cuánto.
Cuando se ve la luna, siento como pasa la noche, primero la tengo a la derecha, después en el centro, luego a la izquierda y por último desaparece. Me gusta escribir en las noches que puedo ver la luna. Siempre que escribo un relato, cuando la luna está en el centro, he llegado al clímax de la historia, cuando desaparece, he finalizado el desenlace. En noches como hoy, se enfrían las cuatro tazas de té, me cuesta escribir más de tres líneas, escribo cinco y borro dos, hay quien dice que es el porro, pero en noches de luna también me gusta fumar. Yo pienso que algunas noches nubladas, también se oscurece el cerebro, lo que no entiendo es por qué no decide ir a dormir. Creo que de eso sí es culpable el porro, si pudiera fumar otro, en este momento me iría a dormir con o sin la venia de la nublada noche y mi nublado cerebro. Hay quien dice que es insomnio, yo digo que es escasez de maría
Insomne
Lenta y vaporosa, la jornada se desenhebra. Sobre sí misma se desliza, de acto en acto, de palabra en palabra, de pensamiento en pensamiento no necesariamente silenciado. Hay ideas que le pertenecen al silencio, que en él nacen y se reconstruyen como el eco de algún tacto que no recordamos con precisión. Cae el día sobre sí mismo, agotado, en el respaldo ficticio de todas sus decisiones, y rueda hacia un costado como si fuese una jícara hueca cuyas entrañas guardan una esfera de plomo que busca siempre el centro de las cosas. Hace como que cierra los ojos, quiere dejar de ser, difuminarse como una telaraña que sin saber se desintegra. Hace como si ya no fuera, y ese no ser es sólo la imitación de la quietud. Pronto el sobresalto: un diálogo cuyas palabras tenían más de un sentido, una maraña de sonidos que en ir y venir se enredan como el hilo de un papalote olvidado debajo de la cama, entre los zapatos viejos y la pelusa de quién sabe cuánto tiempo; la mirada de un desconocido que pasó medio viaje en autobús dedicándose al escrutinio de su gesto, incluso después de saberse sorprendido, recuperando impasible la torsión en la pupila de quien mira porque gusta de mirar sin que nada más le importe.
Estas cosas, que ya han pasado, se mueven dentro de él como la esfera de plomo que desde su cabeza rueda y retumba en su pecho, ahí es donde lo nacido en el silencio se esconde. Sale con el golpe, las ideas sin voz ensombrecidas asoman la cabeza en esa jícara suicida y descubren el papalote enredado de palabras. Las unas saben que las otras son mudas, así que guiñan, se retuercen, inventan un lenguaje de hilos silenciados de colores, un mundo callado donde lo no dicho, que no es lo mismo que el silencio puro, echa a volar los cometas rotos de todos los tiempos.
Los hilos en las manos del día enredados, lo jalan, tiran de él y lo dejan boca arriba. El día los mira deseando que desaparezcan, pero los ve subir y subir y subir sin que su perfil se vuelva borroso, como si él también tuviese en la pupila el gusto por ver. Se desespera, con los ojos abiertos sabe que no puede fingir quietud. Aprieta los puños, se muerde los labios ¿de qué está hecha la sangre de los días? Tiene mal de recuerdo, ebriedad de sí mismo, dolor de ser. El día boca arriba es un insomne y hoy no sabe morir.
lf. 04/10/07
Estas cosas, que ya han pasado, se mueven dentro de él como la esfera de plomo que desde su cabeza rueda y retumba en su pecho, ahí es donde lo nacido en el silencio se esconde. Sale con el golpe, las ideas sin voz ensombrecidas asoman la cabeza en esa jícara suicida y descubren el papalote enredado de palabras. Las unas saben que las otras son mudas, así que guiñan, se retuercen, inventan un lenguaje de hilos silenciados de colores, un mundo callado donde lo no dicho, que no es lo mismo que el silencio puro, echa a volar los cometas rotos de todos los tiempos.
Los hilos en las manos del día enredados, lo jalan, tiran de él y lo dejan boca arriba. El día los mira deseando que desaparezcan, pero los ve subir y subir y subir sin que su perfil se vuelva borroso, como si él también tuviese en la pupila el gusto por ver. Se desespera, con los ojos abiertos sabe que no puede fingir quietud. Aprieta los puños, se muerde los labios ¿de qué está hecha la sangre de los días? Tiene mal de recuerdo, ebriedad de sí mismo, dolor de ser. El día boca arriba es un insomne y hoy no sabe morir.
lf. 04/10/07
miércoles, 3 de octubre de 2007
Primer torito: Insomnes
Como este espacio nace pasada la media noche, y uno a uno los invitados vamos aceptando ser sus participantes, lanzo un primer torito empujado más por las circunstancias que por el buen juicio... es de todos sabidos que la falta de sueño tiene sus consecuencias (joke). La propuesta es partir de la forma, palabra, idea o sonido "insomne", para construir alguna cosa hecha de letras. Que tengan largas, deliciosas noches. lf
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