viernes, 2 de noviembre de 2007

En medio del Atlántico

Curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama, que dar la mano es siempre lo mismo que dar la mano, que abrir una lata de sardinas es abrir al infinito la misma lata de sardinas.

Se había cortado el dedo con el borde dorado de la tapa. Se lo llevó a la boca mientras miraba por la ventana hacia el puerto y aspiraba el viento caliente del medio día. Partió un pan por la mitad, y sin apartar la vista de un barco grande de carga, se sentó a la mesa y empezó a comer.

Los últimos días ella había perdido, además de la fuerza para moverse, la facultad del habla. El médico declinó una última sangría para aligerar su circulación, los rosales se habían alimentado ya muchas veces de ella y habían adquirido una extraña fortaleza a las heladas de enero, al sol partido de julio. Antes de recetar paliativos para el dolor, la miró de frente y le preguntó si quería dormir. Ella le sostuvo la mirada y apretando la boca arrastró su cabeza hacia el lado izquierdo.

Cuando él llegó, con los cabellos cargados de sal y el rostro carcomido por el sol, hubo quien insinúo negarle la entrada a la habitación. Entonces ella profirió un grito de rabia, tensó las manos y botó la aguja del suero. Él la besó en las manos, en las mejillas, en la frente y miró largamente las negras pupilas en su nido de arrugas, la boca sin dientes hundida, la piel dulcemente mestiza. Lavó su rostro con un trapo, mojó sus labios con agua que había traído del mar y finalmente se quedó dormido mientras le contaba que había vuelto a tierra sólo por ella, que en el mar había pronunciado su nombre, que los viajes le llenaban los ojos de vida, que había comprendido por fin lo que ella había querido enseñarle, que siempre había una elección. Soñó con las hijas de ella rodeadas de animales acuáticos, llevándose a la boca puñados de bichos vivos, riéndo con la boca llena y hundiéndose en el vacío; soñó con la primera vez que ella lo había alimentado, con la claridad de un pan cubierto de sardinas brillantes y la sonrisa de ella extendiendo su mano mientras él escapaba de las sombras y se aferraba a su muñeca con la poca inocencia que le quedaba. Soñó que pronunciaba su nombre bajo el agua.

Al tercer día ellas reclamaron: “No es tu madre”, pero no pudieron arrebatarlo de su lado.
Escondieron su camisa bajo el brazo y el rebozo, pues aún muerta, no lograron arrancarla de sus manos.

Ahora él abría una lata de sardinas y la comía solo. El sol se escondía cuando se cargó al hombro la maleta, un barco zarpó a penas iniciada la noche. En medio del Atlántico, él volvió a pronunciar su nombre. lf.