viernes, 21 de diciembre de 2007

Queridos Insomnes

En estas señaladas fechas, y a modo de remedo de nuestro querido Monarca, luz y símbolo que guía y patrocina esta Unidad de Destino en lo Universal que es España, cual Enterprise patriótico, deseo felicitaros porque, qué cojones, es Navidad. Con sus lucecitas, sus cascabeles y esa luz brumosa y nocturna del frío que te pelas. Con sus Reyes Magos, sus polvorones y sus patas de cordero lechal. Con sus langostinos de caja, su botellita de cava y sus peladillas. Claro que... bien pensado, a mí, personalmente, ni los cascabeles ni las lucecitas me incitan a salir a la calle con el frío que hace en este jodido sitio. Además, Reyes Magos no hay, porque son 3, mientras que el puto gordo ése, emblema de la obesidad, muestra evidente de la dejadez, probablemente alcohólico (en función de lo coloradote de sus mejillas) seguramente maloliente (pero esto es ya fobia personal) es SOLO 1, con lo cual les sale más barato a esas ratas deshumanizadas que dirigen malls y shoppings, a los dueños de las farmacias y las zapaterías de la calle Mesones (y otras del mundo); los polvorones me indigestan, probablemente porque los hacen secretamente en Ohio a base de grasa de niño, y este año los langostinos de caja son para mí tan caros como una buena langosta de Capri amaestrada con manzana reineta entre las pinzas; en fin, sin ánimo de ofender, el cava no me gusta (tampoco el champán). Lo único... Pero aquí no hay peladillas. Otro motivo más para huir de aquí.
De donde no se puede huir es de la Navidad. Como mi carnal Oscar dice, preferible sería proveerse de todo así como a mediados de Noviembre e hibernar hasta finales de Enero: así pasamos de largo la Navidad, Juan Carlos felicitándote personalmente y al pastor alemán repartiendo bendiciones, el concierto de Año Nuevo y su marcha radeski de los cojones y los saltos de esquí; aprovechando, pasamos las rebajas de Enero, que es el último acto litúrgico cristiano para conmemorar el Advenimiento del Chaval, y nos plantamos en Febrero (con prudencia, que hay carnavales)
Amigas y amigos, a pesar de todo, pasen de todo. Y disfruten cada cual como pueda y quiera. Yo, por mi parte, prefiero celebrar la Navidad viendo películas de terror (a ver qué tal La Caída de la Casa Usher)

lunes, 10 de diciembre de 2007

Derrumbe

Curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama, que dar la mano es siempre lo mismo que dar la mano, que abrir una lata de sardinas es abrir al infinito la misma lata de sardinas.

No es lo mismo esperar el derrumbe que sentir que se avecina, escuchar como las grietas de tu mente se abren al ritmo que marca el crujir de las paredes. Esbozar una sonrisa irónica al techo que te espera y probar suerte durmiendo un poco más. Rozas la campana que separa el sonido de tus sueños y palpas la sábana que te ofrece sudor por vida. Y esperas. Tus miembros en tensión forman un bloque del que ya nada se escapa, y el silencio se hace lenguaje, sobrevuela tu cuerpo y se concentra en tu respiración rebelde. Aire sobre llama. Los dos se desvanecen.

Cae la primera gota sobre tu pecho, y parece que nerviosa al morir decide llegar al corazón. Y van cayendo más. Es la música del derrumbe. Durante meses has vagado de habitación en habitación pintando rostros alegres y pasados que te devuelven muecas burlonas cuando te das la vuelta. Las paredes se ríen de ti. Están a tu mismo nivel. Y te devuelven el pálido reflejo de tus sentimientos jugando a ser eternos. Ya no son más que borrones, marcas de un espacio que ya no controlas y que como las gotas se disolverá en lo que eres. Miras de reojo las pintadas, y todas forman un círculo negro que se abre para tragarte y en el que nunca tocas fondo.

Se estrecha el círculo cada vez más y te golpeas una y otra vez con las paredes. Abres los ojos y miras al techo. Alto e inaccesible deja caer las últimas gotas que se cuelan entre las grietas del tejado. Los últimos compases de una música nacida para morir. No esperas que se venga abajo. Lo sabes.

domingo, 9 de diciembre de 2007

La hamburguesa de plástico

Curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama, que dar la mano es siempre lo mismo que dar la mano, que abrir una lata de sardinas es abrir al infinito la misma lata de sardinas.

La hamburguesa de plástico, comprada en una tienda de todo a un euro, sonó a las 7. Martínez salió, con esfuerzo, de la lata de sardinas, somnoliento, embadurnando con aceite las cortinas y las paredes, que le iban sirviendo de apoyo, para no resbalar, en el arduo y viscoso camino hacia su lugar de aseo. Utilizó un cuarto de kilo de detergente en polvo y, después de unas vueltas, salió de la lavadora, a punto de vomitar y con el pelo acartonado. Reptó hasta el cajón, esquivando los charcos de aceite con escamas de sardina e intentó, infructuosamente, hacerse con un par de calcetines iguales. Escogió unos grises - obscuro con rombos el izquierdo, claro y liso el derecho – con dos orificios en sendos talones. Recalentó en el microondas un zapato lleno de café del día anterior, y buscó, para su rescate, un trozo de croissant aplastado que (acababa de recordar) se hallaba, tieso, en uno de los platos apilados sobre la televisión. Antes de salir del pestilente estudio pensó “mañana busco una monja, esto es un asco” mientras lanzaba una mirada rápida, de rutina, al reloj. Las doce. Un momento (alteración temporal de la funcionalidad neuro-muscular). ¿¡Las doce? (temblor involuntario de las extremidades superiores e inferiores). Imposible (calambre en la rodilla izquierda, vértigo, dolor agudo de cabeza, náusea). No podía… observó cómo temblaba, en su mano, el paraguas. Entró de nuevo en el estudio y patinó hacia la hamburguesa de plástico: las 7.30, hora falaz que le hizo comenzar, en contra de toda la aglutinación de fuerzas de su voluntad, a comprender lo sucedido. Cerró con violencia la puerta, sin percatarse de que había dejado las llaves (colgadas de un cuerno del ciervo disecado), la cartera (sobre la mesilla cubierta de una tela anaranjada y pegajosa), el tabaco (echado a perder, nadando entre las sardinas, dentro de la lata) y el dinero (debajo de la lamparilla de mesa con forma del Rey León, adquirida en la misma tienda de todo a un euro donde había conseguido, a un precio irrisorio, la hamburguesa de plástico). Martínez recordaría todos estos descuidos con sobresalto, pero no aún, no mientras bajaba a brincos las escaleras, más bien estaba a punto de descubrir una omisión anterior: la de atarse los cordones de los zapatos, que zigzaguearon sin toparse con el menor obstáculo hasta el último escalón, donde un cambio de ritmo y velocidad se unieron azarosamente en el lapso de la pisada, haciendo tambalearse a Martínez. Cruzó volando el área posterior de la portería hasta caer a los pies del cura, quien le miraba perplejo mientras él, con desesperada espontaneidad, le preguntaba la hora. “Las doce y dos minutillos… hijo mío”. Martínez detestaba ese tono condescendiente, tan presente en el religioso de oficio y en el funcionario de profesión, y en ese momento sintió un odio casi doloroso contra el cura, la hamburguesa de plástico, la tienda de todo a un euro y, por encima de todo, un odio enmohecido contra sí mismo. Sin embargo, sólo se atrevió a balbucear: “La reunión…” con una voz decadente y una entonación tan descorazonada que debería haber suscitado los más compasivos sentimientos del párroco quien, sin embargo, respondió “vaya” sin apenas disimular su desinterés. Emprendió el primero de sus brincos apresurados hacia la puerta de salida del edificio.

“¡Oye!...¡Pér…Garc…Martínez!” el cura agitaba sus manos en un gesto de aviso, “¡que andas por las nubes otra vez!”

“Mierrrda” se responde a sí mismo Martínez, sintiendo todo el peso del momento presente, el propio tiempo verbal de cada una de sus acciones, mientras mira hacia arriba y encuentra, como un reflejo, el suelo de la portería, se ve a sí mismo allí, donde sabe que debería estar el techo, mirándole (mirándose), y cada uno parece estar observando a su otra imagen colgada de la techumbre como un murciélago paliducho y mal vestido. Abandona el peso de sus pies con un gesto de esto es lo único que me faltaba. Cede a la gravedad, cerrando mecánicamente los ojos, y flexiona las piernas al llegar, para amortiguar el impacto de la caída que, a pesar de su evidente destreza, siente con dolor sobre la cadera y el hombro izquierdos. Al incorporarse encuentra al cura frente a él, ahora sí, por fin, con su uniforme de conserje. Como de costumbre, Martínez se levanta sin ayuda mientras él se limita a observarle pero, a diferencia de otras mañanas, no está haciendo ningún esfuerzo para disimular una sonrisa (casi risa) socarrona. Martínez finge ignorarle y mira hacia arriba. Esta vez, por fin, ve el techo amarillento de gotelé, con vestigios mal maquillados de viejos goterones. Corre hacia la esquina, algo turbado pero con idéntica consternación, con ganas de abofetear al conserje por esa risa (sí, es obvio, mucho más risa que sonrisa), repasando su odio a ese tono condescendiente, tan presente en los curas, en los funcionarios, en los porteros (cotillas, malas personas), y vuelve a sentir un odio casi doloroso contra el conserje, el despertador de plástico, la tienda de todo a un euro y, por encima de todo, un odio enmohecido contra sí mismo. Es curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama, que dar la mano es siempre lo mismo que dar la mano, que abrir una lata de sardinas es abrir al infinito la misma lata de sardinas, que hay un mundo real con objetos-personas-palabras-sucesos inmutables, que ocurren o existen de manera externa al individuo, en una burbuja de no sé qué material ni de qué modo separada de ese otro mundo de los sueños-ideas-pensamientos-recuerdos; curioso que la gente finja tener algún tipo de constancia de la frontera que delimita ambos mundos. Martínez no está pensando esto, como no está pensando que, en realidad (si es que tal realidad existe como complejo objetivo definible y determinable, y bla bla bla), en tal realidad, la gente es idiota. Estos pensamientos forman la base de sus actos y de sus juicios, en una vida cotidiana que él no finge acotar dentro de quién sabe qué absurdos umbrales de cordura. Lo piensa, en fin, aunque no lo esté pensando en este instante, más bien está ocupado con sus blasfemias y juramentos – tiene que pasar un taxi ya, debería haber pasado ya, qué puñetas con el despertador ese de mierda, ésta es la mejor esquina, si no llega por allí tiene que. Ahí viene. Menos mal. Por lo menos-.

“Al Registro Civil”, ordena sin saludar. “Espero que no le moleste el perro” dice el taxista con la entonación de una pregunta. Se sienta, incómodo, mirando al babeante san bernardo, que bosteza en el maletero, “acaban de operarlo, mi mujer trabaja en las casas y ya me contará qué hago yo con el pobre animal” Martínez no responde, sólo vigila casi esperando, con violencia mal contenida, a que el animal haga algo, cualquier cosa. “Voy a meterme por ésta, que va a llover y ya sabrá cómo se pone la Gran Vía”. Martínez va pensando que el chucho apesta, mientras el conductor detiene el vehículo porque se ha parado, delante de él, un camión del gas butano a descargar, “Qué mala suerte, espero que no lleve mucha prisa”. Martínez no puede articular palabra. Se había puesto en contra a todo el departamento para estar a la cabeza de este proyecto. Se había fusilado las ideas que Roberto llevaba meses preparando, y había desempeñado una cuidadosa campaña de desprestigio contra él. Le ridiculizaba al menor atisbo de oportunidad, falsificó su firma en un manifiesto de reivindicación para la reforma del funcionariado, escribió varios grafitis, con su letra, en la fachada de ministerios y otros edificios gubernamentales, envió cartas al director del ABC y del Mundo protestando, con su nombre y número de DNI, por el mal funcionamiento del Registro Civil, la duplicación del trabajo dentro del departamento y la falta de dinamismo de su jefe y del resto de sus compañeros. Incluso había tenido que fingir pequeños hurtos con el fin de denunciarle. Para colmo, cuando el muy cretino divulgó que todo había sido cosa de Martínez, todos los compañeros le creyeron sin más. Inaudito. Menos mal que el jefe se había puesto de su parte. Incluso Mari Paz había dejado de hablarle, ella, la dulce y organizada, la Paz del departamento, la única mujer del Registro que no había firmado la reclamación colectiva contra su persona aquel invierno, hacía ya tres años (cuestión enterrada en las más clandestinas profundidades del subconsciente de Martínez). Malditos mediocres, envidiosos, siempre conspirando. Pero él no piensa en nada de eso, como mucho, imagina (torciendo casi todos los músculos faciales) los gestos de perplejidad del Ministro, el bochorno de su jefe, el cabreo de los jueces del registro, esperando, minuto sobre minuto, toda la mañana, sin poder dar comienzo a la reunión, intercambiando miradas silenciosas, el jefe que dice, transpirando, este Martínez, el director del proyecto, usted nos excusará, Señor Ministro, después de haber invertido tantos meses de tiempo y esfuerzos, haber pagado las horas extras de Morales y Mari Paz, haber enviado tantas cartas al ministerio, parece mentira, Señor Ministro, usted disculpará. Martínez contiene la presión en el estómago y empieza a dar voces “métase en ésta, (cretino), no, esa no, la siguiente”. El san bernardo cambia de postura, pretexto que Martínez considera perfecto para asestarle un paraguazo. El taxista le ve a través del retrovisor y espera a cruzar miradas, pero Martínez está más pendiente de la ruta, vociferando instrucciones y señalando los semáforos que conviene saltarse. Colorado, sudoroso y despeinado llega, por fin, a la calle del Registro Civil, y se acerca a la oreja del conductor para berrear “¡aquí!”. “Pues doce con quince” deja salir el taxista entre los labios apretados, ahora sí que se percata Martínez de que le está observando de reojo, inflando las narices como si estuviera intentando dominar un deseo de matarle. Martínez reconoce esa mirada y se asusta un poco (temblor de las extremidades inferiores, alteración acusada del ritmo intestinal, debilidad en la zona del pubis, aceleración del ritmo respiratorio y cardíaco, molestias en la deglución salival). Sin apartar la vista del taxista, y forzando un gesto de absurda dignidad, empieza a registrar nerviosamente sus bolsillos, en busca de su cartera.